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La encrucijada europea

Iñigo Fernández, diputado regional del Partido Popular

"El problema de España es que algunos partidos caigan en la tentación de competir en radicalismo y populismo con quienes proponen soluciones bolivarianas o bolcheviques para hacer frente a la crisis".

 

Es un hecho que la elecciones al Parlamento Europeo celebradas el pasado 25 de mayo han provocado un cierto seísmo político no sólo en España, sino en toda Europa. Es la consecuencia de la crisis económica que arrastra la Unión Europea desde el año 2008, y de los efectos que la misma ha provocado en amplias capas de la población. A lo largo de la historia, cada vez que las sociedades desarrolladas se han enfrentado a situaciones como esta, la reacción de una parte de las mismas ha sido cuestionar el modelo institucional vigente y dejarse atraer por discursos de corte populista, demagógico e incluso totalitario. Así sucedió, por ejemplo, en los años treinta del siglo XX, cuando, como consecuencia de la crisis derivada del crack de 1929, proliferaron en Europa movimientos fascistas o revolucionarios, con amplio apoyo popular en determinados lugares. Ni unos ni otros pretendieron entonces corregir determinadas políticas o introducir otras nuevas, sino, directamente, acabar con las instituciones democráticas y sustituirlas por regímenes de totalitarios.

En Europa, este fenómeno ha emergido con fuerza últimamente y el resultado de las últimas elecciones europeas lo pone de manifiesto. El triunfo del Frente Nacional en Francia; el apoyo de hasta un 15% del electorado francés a formaciones revolucionarias de extrema izquierda; el crecimiento de la ultraderecha en Austria; la aparición de un partido neonazi en Grecia; la victoria de la izquierda radical, partidaria de abandonar el euro, también en Grecia; o el ascenso de los antieuropeos en Gran Bretaña (UKIP), Holanda y Alemania... constituyen manifestaciones, en mayor o menor grado, de este mismo fenómeno.

El hecho de que, pese a su retroceso, tanto el Partido Popular europeo como la Socialdemocracia europea hayan conseguido el mayor número de escaños en el nuevo Parlamento significa una buena noticia para quienes consideran que, al margen de la necesidad de corregir vicios y errores recientes, Europa no debe desmantelar el sistema institucional que, desde la conclusión de la II Guerra Mundial, le ha proporcionado las mayores cotas de bienestar a lo largo de toda su historia. Los partidos antisistema, de extrema derecha o extrema izquierda, han aumentado sus apoyos electorales, sin duda, pero el grueso de la sociedad europea sigue confiando en el gran pacto político alcanzado hace más de medio siglo por la democracia cristiana y la socialdemocracia europea, del que se deriva nuestro sistema institucional y nuestro estado del bienestar.

Como el resto de Europa, España no ha sido ajena a este proceso. El 25 de mayo, las urnas proyectaron una pérdida de apoyo hacia los dos grandes partidos y un incremento del voto hacia formaciones minoritarias o radicales. La aparición de nuevas opciones políticas de centro, en detrimento de los partidos tradicionales, no es mala en sí misma. Lo peligroso es la irrupción de fuerzas antisistema. No se trata pues de salvar el bipartidismo, sino de evitar que un excesivo debilitamiento de este termine por hacer inviables las instituciones democráticas.

Cataluña es un buen ejemplo de lo que puede pasar en toda España. Allí, los partidos tradicionales (Convergencia i Unió y el Partit dels Socialistes de Catalunya) se hunden. Y en su lugar emergen fuerzas radicales como Esquerra Republicana de Catalunya o las Candidaturas de Unitat Popular. El próximo Parlament será, con toda seguridad, ingobernable. Al margen de la cadena de errores cometidos por Artur Mas, la deriva catalana se alimenta de una corriente de fondo que es idéntica a la del resto de Europa: ante la grave situación económica, muchos ciudadanos optan por el atajo de las respuestas populistas, demagógicas o totalitarias. De ahí el ascenso del nacionalismo radical en este y en otros rincones de Europa. Sin crisis económica, jamás se habría llegado tan lejos en términos de ruptura.

Hoy España se encuentra ante una encrucijada. España, y otros muchos países de Europa. En Alemania, la canciller Angela Merkel dirige una coalición con los democristianos de la CDU y los socialdemócratas del SPD. En Italia, Mateo Renzzi gobierna desde la izquierda con el apoyo de formaciones de centro-derecha. En Francia, gaullistas, liberales y socialistas unirán sus fuerzas en la segunda vuelta electoral, con toda seguridad, para cerrar el paso a la extrema derecha de Marine Le Pen. En Grecia, el viejo PASOC apoya a su eterno enemigo, Nea Dimokratía, para que Andoni Samaras pueda sanear las instituciones democráticas, y salvarlas.

En España, el fenómeno Podemos puede interpretarse como un aviso del electorado y no estaría del todo mal si sólo se tratará de eso. El problema es que algunos partidos políticos caigan en la tentación de competir en radicalismo, populismo y demagogia con quien propone cuestiones tan disparatadas como el impago de la deuda a los acreedores internacionales y, en consecuencia, el abandono del euro; adelantar la jubilación a los sesenta años de edad; establecer una paga para todos los ciudadanos por el mero hecho de serlo; abrir las fronteras de Ceuta y Melilla a la inmigración ilegal; o nacionalizar la banca y los medios de comunicación; es decir, con quien propone medidas bolivarianas o bolcheviques.

Hay quien ya ha decidido entrar en esa carrera. Sin ir más lejos, ahí está Miguel Ángel Revilla entregado a la locura de radicalizar su partido. La pregunta es si el PSOE mantendrá las posiciones de sus homólogos europeos o se dejará arrastrar igualmente por esta deriva. La respuesta se irá viendo en los próximos meses. De su resultado dependerá el futuro de nuestras instituciones democráticas. Entonces sabremos sí hablamos sólo de un seísmo o, directamente, de un terremoto.

 

Tribuna de opinión publicada el 25 de septiembre de 2014 en El Diario Montañés

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